CINE_A propósito de Llewyn David de los hermanos Coen
La última película de los hermanos Coen es maravillosa; su extraña potencia emana un influjo que perdura y al que se hace difícil escapar. El poder de la música, territorio en donde algunos seres humanos quedan irremediablemente atrapados, contribuye de forma sustancial a lograrlo, pero no solamente.
Una sinopsis dice: “Nueva York, años sesenta. Llewyn Davis es un joven cantante de folk que vive en el Greenwich Village. Con su guitarra a cuestas, durante un frío e implacable invierno, lucha por ganarse la vida como músico. Sobrevive gracias a la ayuda de sus amigos y de algunos desconocidos a los que presta pequeños servicios. De los cafés del Village se traslada a un club de Chicago hasta que le surge la oportunidad de hacer una prueba para el magnate de la música Bud Grossman” (Filmaffinity).
Digamos que esa es la forma sencilla de contarla para no decir nada, porque lo que realmente pone en escena la película es, más que una historia su reverso, la llama intocable que la empuja, lo innombrable que anima una búsqueda. De alguna manera es el reverso de una biografía. El tono invariable y tal vez invisible de la película es el deseo. El deseo irrenunciable de su protagonista por la música folk, presentado como un hecho más que como un argumento. Es un eso es así. Ninguna razón, causa o identificación la justifican. Él ha sido tocado por el espíritu del folk. Después, todo lo demás, es otra cosa, son las variaciones visibles -ellas sí- de su vida, lo que va sucediendo, que no tiene, fundamentalmente, importancia y carece de cualquier sentido. En ese suceder la cadena causa-efecto queda literalmente dilapidada: nada tiene una lógica, un porqué. Ninguna consecuencia es efecto de ninguna causa. El fuera-de-sentido puebla el transcurrir de los acontecimientos, y en ese paisaje flota imperturbable su deseo.
Hay un coprotagonista de la película junto al cantante que pudiera haber sido el propio Bob Dylan, se trata de Ulises, un gato. El gato deviene representante de ese fuera-de-sentido radical de los hechos de la vida. Su aparición puntúa cuatro movimientos altamente improbables y, sin embargo, son los que van a suceder. Primero desaparece por una ventana, luego reaparece cerca de un lindo café en el cuerpo de otro gato, más tarde vuelve a desaparecer ante la diferencia de los sexos y, finalmente, no se sabe cómo, reaparece: vuelve solo a su casa. Pareciera el gato de Schrödinger –protagonista de ese sádico experimento de la física cuántica- que encarna la paradoja de poder estar en dos sitios e incluso en dos estados a la vez. A Ulises, además, se le puede añadir el de tener los dos sexos.
Si la película se puede pensar como una anti-historia, de su protagonista, Lewyn Davis, se podría decir que es un anti-héroe. Ninguna característica sublime de carácter, inteligencia, nobleza o valentía decoran los atributos de su persona. Eso es otra de las joyas de esta película. El que anda por la vida con un deseo no requiere de ninguna caracterología concreta y superlativa, ni encarnar ninguna excepcionalidad, porque lo excepcional es el deseo mismo. Lewyn tiene un deseo, por lo demás es un tipo corriente. Sin embargo, ese sueño que persigue, que no lo abandona y que lo acompaña y le hace viajar, ir o volver, recorrer paisajes, lo convierte en un sujeto que se distingue de aquellos que simplemente existen. Eso sí tiene sentido para él, no quiere simplemente existir, perseguir su sueño lo exceptúa de esa posibilidad.
Pero quizás la jugada magistral de la película es el modo en cómo está construida: pareciera una banda de Moebius. El punto en donde se unen los dos extremos (en donde giramos uno para conectarlo al otro) es la primera escena que es también la última, una única escena marcando el inicio y el final, sugiriendo que no hay punto de detención y que, de alguna manera, la película continuamente se reinicia. No hay manera de ubicarla temporalmente con exactitud. Su estructura hace indistinguibles el adentro y el afuera, por eso a partir de la vida de Lewyn Davis se puede contar parte de la historia del folk o la de la música en los años 60 en EEUU. La película desmonta la ficción de progreso de la cronología como sucesión de hechos encadenados. No hay ningún progreso, nada tiene porque ir ni mejor ni peor, pero el sueño que persigue en la vida Lewyn hace de ella algo más que una existencia. El propio título “A propósito de Lewyn Davis” muestra eso. A propósito rompe con la pretensión de hacer del artista un ser idealizado.
Por eso también es un homenaje a la sublimación, en tanto su protagonista muestra tener el estilo del artista: hace con su sinthome la forma de estar y transitar el mundo, transmutando la melancolía en melodía. De alguna manera, el artista, va más allá de su neurosis. Una escena exenta de dialogo lo dice mejor que cualquier palabra. En la residencia, frente al padre anciano y demenciado, le toca una de sus canciones. Luego, tal como entró, sale de la pieza para pedir a las enfermeras que vengan a lavarle el culo y se va. Ningún reproche neurótico, ninguna manifestación sobre el orgullo de sí mismo, ningún legado edípico enturbia el encuentro. Sólo la música.
Por supuesto el deseo de los Coen está también convocado en la obra: la belleza y el goce de las imágenes, la manera de narrar, la vida fluyendo en los tugurios, la evocación de cuando viajar era buscar… son el resultado de su deseo por el cine. Quizás no sea del todo casual que sean dos, que esa marca lleve un nombre propio que no esté encarnado en un individuo. Y es que ya lo sugirieron tanto Freud como Lacan: el deseo, llevado hasta sus últimas consecuencias, trastoca el narcisismo, dilapida el yo y nos invita a deleitarnos, preguntarnos, adentrarnos… dejando de taponarlo todo con el sentido.
Irene Domínguez
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