CINE_Boiling Point de Philip Barantini
Hierve de Philip Barantini, a pesar de la desafortunada traducción al castellano de su título, puesto que deja fuera el término punto, como punto de no-retorno, es una película sencilla, elegante y acotada en el tiempo –todo transcurre en unas horas- que logra alcanzar una forma de la esencia del capitalismo. De alguna manera, Boiling Point sitúa en su corazón la reflexión: “a dónde hemos llegado como civilización” evocando una evidente nostalgia por el padre.
Andy Jones, un prestigioso chef de alta cocina, llega desbordado a su negocio. Acaba de mudarse –se entrevé que se ha separado-, entra jadeando, malhumorado y la noche acaba de empezar. Nos va presentando a los trabajadores de su acogedor restaurante en su frenético día a día. La presión a la que todos están sometidos, se hace palpable. La exigencia por la excelencia lleva a que cada uno deba dar más de todo lo que puede, porque esas son las condiciones que impone el éxito y el prestigio. Por eso los gritos, insultos y malos tratos están justificados si de alcanzar un ranking se trata.
Metáfora casi literal del capitalismo que, como aquel falso discurso que dibujó Jacques Lacan allá por los años 70, se cree sin límite, sin punto de detención. O cómo mucho antes lo predijo Marx: “todo lo sólido se disolverá en el aire”. “Nothing is impossible” es su lema. Así, los sujetos, emulando esa misma lógica, se someten voluntariamente a una maquinaria que, a fuego lento, va arrasando con todos y cada uno de ellos.
El escenario elegido, un restaurante de lujo de un renombrado chef, es un marco idóneo para mostrar las excelencias del capitalismo contemporáneo. Platos con precios exorbitantes donde los comensales pagan, no ya la comida -que es lo que menos importa- sino el sueño sublime de pertenecer a los privilegiados que pueden acceder a lo mejor. Su clientela paga el exclusivismo del paladar de los dioses. Pensaba que lo que el glamour gastronómico de las estrellas Michelin ha barrido es, precisamente, la gastronomía clásica, aquella que se refería a los manjares singulares que se cocinaban en cada región del planeta.
La globalización -consecuencia de la liberalización del mercado- inexorablemente ha ido diluyendo todo, y con ello también los saberes culinarios de nuestros ancestros. A diferencia de la gastronomía tradicional, que, por cierto, siempre fue anónima, dado que consistía en las recetas secretas de las abuelas, pescadores o campesinos de cada rincón del mundo; la alta cocina, gira siempre alrededor de un nombre propio. Como si los platos, los alimentos o su combinación hubieran surgido de la nada del ingenio de un chef. Allí se consume prestigio, lo que secretamente se desea. Por eso lo que sucede en lugares como ese, poco tiene que ver con la comida o la alimentación. Una escena muestra cómo un rodaballo fresco, entero, es tirado a la basura por el olvido de una etiqueta.
Así, este pobre hombre devenido chef, encadenado con grilletes a su brillante carrera, no es más que un esclavo de su nombre, de un nombre continuamente amenazado por errores humanos, supervisores, críticos, periodistas, rivales, ex socios… cualquiera puede estar tramando su fracaso. Pero lo que Andy es incapaz de ver, es que el fracaso es justamente lo que se consuma en la cima del éxito. La cámara, entonces, apunta al padre, porque además tiene un hijo. En su noche frenética, una cualquiera, su hijo lo llama para recordarle que ha obtenido un premio por sus estudios al que él, su padre, no ha acudido. Una crítica gastronómica que esa noche visita el restaurante con un antiguo socio –porque en el capitalismo no existen los amigos- también se refiere al abandono de sus hijas por tener que estar allí. O la resolutiva jefa de mesas, una experta en redes sociales y en dar la razón al cliente, en un momento de crisis, se encierra en el baño para llamar a su padre, que tampoco contesta.
La película rodada en un único plano secuencia, ensalza su arquitectura, dando cuenta de que la maquinaria del capitalismo es un continuo sin punto de detención. En los espacios físicos, interior-exterior se fusionan. El chef tan pronto está emplatando como sentado en la mesa de algún cliente. La vida personal y laboral de sus protagonistas también está diluida: el camarero que completa su sueldo como dj, el pinche de cocina que a la vez que tira la basura, compra heroína, heroína que pilla contrayendo una deuda que se vislumbra impagable…
La adicción es el modelo del funcionamiento del capitalismo, y no solo por el exorbitante consumo de drogas y alcohol que provee, sino también por la adicción al trabajo, al éxito, a la fama. Todo ese ejército de seres alienados a la normalidad, solos y perdidos, funcionan como una gran familia. Si algo fracasa una noche, el fracaso es de todos. La deuda impagable y exponencial, como en la misma economía mundial, es la tramoya que soporta todo el montaje. Todos endeudados, consumen más de lo que ganan, los recursos naturales se agotan, pero la fiesta sigue.
Por eso, el desenlace es más que previsible. Una clienta que informa de una alergia alimentaria, acabará engullendo su veneno, porque tarde o temprano el fallo humano se manifestará. Así, una noche cualquiera, todos los brillantes éxitos cosechados por una vida sacrificada a la farsa universal, un fallo humano, sin mala intención, anuncia el derrumbe, la ruina absoluta. El ciclista sigue, bate su récord Guinness y en la línea de la meta, revienta. Así nuestro chef, nuestro patético y absurdo héroe, alcanza su punto de ebullición. El punto de detención, no es nunca el del capitalismo sino el de los sujetos que, emulando a los dioses, han olvidado sus propias limitaciones, su mortalidad. El resultado alquímico de la operación de la ebullición es, en su punto álgido, la desaparición por evaporación del resto del sujeto.
Irene Domínguez
https://colochosblog.wordpress.com/2022/01/04/boiling-point-de-philip-barantini/