CINE_El Triunfo De Emmanuel Courcol
El Triunfo, la fabulosa película de Emmanuel Courcol, evoca la topología de los antiguos calidoscopios. En cada uno de sus giros la escena trama un trenzado en distintas capas, y tras el telón, en el momento antes de desaparecer, realiza un acto sublime.
El trípode cine, teatro y hechos reales hace las delicias de su argumento.
Etienne, un actor sin compañía y unido para siempre al amor por el teatro, sustituye a un amigo como profesor en un taller de una prisión francesa. A su llegada se encuentra con un grupo apático, compuesto por hombres tremendamente aburridos. La vida en la cárcel, le cuentan, es pura espera. Esperar para levantarse, para que te den un plato de comida, para conseguir un permiso, recibir una carta y por supuesto, para obtener la libertad. Escuchando, se le ocurre proponerles representar “Esperando a Godot” de Samuel Beckett. Se hace el silencio, desconcierto: ¿qué tipo de fábula es ésta? ¿cuál es su mensaje? ¿teatro del absurdo? ¿memorizar semejante texto? ¿y quiénes son esos tipos que esperan a quién? ¿dónde se ha metido ese tal Godot?
La pasión que toma a Etienne, poco a poco, va contagiando a los presos. Así, lo que empieza siendo una idea descabellada, va cogiendo forma. Su artífice le pide, o más bien le implora a la directora de la cárcel, poder representar la obra fuera de los muros, en el mundo, y todo aquello que parecía imposible, va venciendo obstáculos y burocracias. El entusiasmo de su director, desencadena un prodigioso contagio que se expande de forma exponencial.
Llegará así el día del estreno, y como no, su éxito será rotundo. Sin embargo, la obra “Esperando a Godot” que recién empezaba hablar, a invocar su espíritu, guardaba aún su as en la manga. Una vez alcanzado el triunfo, se trataría entonces de repetir la operación por distintas ciudades del país. La gira de la compañía carcelaria se pone en marcha por toda Francia -que fue en Suecia, cuentan los hechos reales-.
No obstante, lo sublime estaba por llegar. La dirección del Gran Teatro del Odeón en París quiere representar la obra. Los permisos y las trabas parecen, de nuevo, insalvables, y de nuevo, Etienne lo consigue. Un imponente escenario con cortinas de pesado fieltro granate, una platea con abarrotados adornos rococós dorados y butacas Luis XV, los espera. El sueño de Etienne, por una vía sorprendente, está a punto de realizarse: pisará el Odeón desde la tramoya.
El día llega. El público va entrando. El teatro está a rebosar. La expectación es máxima. Celebridades, políticos, directores de prisiones y ministros de Justicia, han acudido a la cita. También los familiares de los actores, y hasta la esquiva hija del director. Y hete aquí, señores y señoras, que se levanta el majestuoso telón del Gran Teatro del Odeón, y la escena permanece vacía. Todos los actores de Etienne o los presos del estado francés, se han fugado. Y cada cual va hacer con su huida, en un instante fugaz, aquello que más le gusta, que no es precisamente actuar.
Tras la consternación, es el momento de Etienne; así que corre las cortinas, da un paso adelante, -que en verdad es un salto al vacío- y sale a escena. Allí explica el recorrido de ese proyecto del que ellos, el público, acaba de conocer el final. Y así es como, esta historia sucedida en Suecia en 1985, llegó a oídos del mismísimo Samuel Beckett, y sus palabras le pusieron un broche de oro: “no podía haberle pasado nada mejor a mi obra”.
De este modo, Emmanuel Courcol en un homenaje al arte, la escritura, el teatro, el cine y la vida, 35 años después, consagra su film a este insólito suceso y con él nos muestra que la barrera divisoria entre ficción y realidad es una vana ilusión. Que, como ya lo dijo Freud, y casi nadie le hizo caso, más que seres hablantes somos seres hablados y los textos, -aquellos que realmente son escritura- nos conforman, hablan a través nuestro.
La obra de Beckett revela la estructura vaciada de la religión, nuestra maquinita por excelencia de dar sentido a la existencia. Esa inquebrantable esperanza está articulada a la férrea creencia en el gran Otro: Vladimir y Estragon esperando a Godot después de la muerte de Dios. El lenguaje es allí el gran protagonista, y, a través de Vladimir, Estragon, Pozzo y Lucky, rebosa, tartamudea, grita, ríe, implora, juega, hace chistes… nos goza. La mirada perdida al infinito suspendida en algunos silencios, contornea la forma de la nada y nos aboca al sentimiento de abandono primordial que nos constituye. Y así es cómo nos pasamos la vida esperando… menos entretenidos que aburridos, porque no queremos saber nada de lo insignificantes y absurdos que somos, y que quizás, si aceptáramos que, de todos modos, vamos a desaparecer, no haríamos tantas estupideces para acelerar el fin, y, sobre todo, sin ningún tipo de gracia.
Irene Domínguez.
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