28.08.2008

TEATRO_El rey Lear: el amor al padre en los entresijos de la verdad.

Apasionante puesta en escena de una obra sublime de Shakespeare. Obra de una sola pieza: compacta, estructurada, robusta, precisa. Se abre para ir desplegando, sin prisa, pero con una progresiva aceleración del ritmo, un repertorio de sentimientos conocidos, de contradicciones internas, de pasiones terrenales. Homenaje al Padre donde los haya. Aquél que es el que es y que, bajo cuyo reino y cetro, todo fue, aparentemente, prosperidad. Pero un día el rey, sintiéndose viejo, gruñón y altivo, decide repartir su reino entre sus hijas por el rasero del amor. Un amor del que no sabe nada, pues el rey es, ante todo, ignorancia. 



Por eso necesita preguntar ¿quién de todas ellas le ama más? Y ante la única vez en su vida que se encuentra frente a una respuesta, la de su hija menor, éste no la quiere oír. Primera entrada en escena de la verdad: la verdad trae siempre de la mano a un tirano. 

Así es Cordelia, en un primer momento, para su padre. A partir de ese momento, con la tirada de dados inicial, todo va a ser desgranar, escena por escena, la naturaleza del amor al padre. Cada personaje habla, despliega con sus acciones y reflexiones el calibre de ese vínculo. No es de extrañar, pues, que sea Edmund, hijo bastardo de Glocester, el que pueda mover los hilos a su antojo, con el recurso de las cartas secretas, que de nuevo ponen en escena  la verdad, esta vez entre los ropajes del secreto. Entonces, la pasión que mueve a Edmund es su condición de bastardo. Ansía poder, ciertamente; pero ante todo quiere vengarse del mundo entero por su condición. Él es aquél que no tiene ninguna ley moral, puesto que ésta es heredera del padre.

Paralelamente, al vínculo filial del rey y sus tres hijas, camina el otro trío, Gloucester y sus dos hijos. Edmund puede ver mucho de lo que los demás no ven; las envidias y pasiones que se esconden bajos los velos del amor fraternal. Pero no lo ve todo, puesto que necesita ser herido de muerte para olisquear el aroma de un ínfimo sentimiento de compasión que, por supuesto, siempre llega demasiado tarde. 

Su hermano Edgar, en cambio, es su contrapunto. Por ser el hijo legítimo, nunca está a la altura de las expectativas del padre. Gloucester es engañado, pero no por Edmund, sino por su ceguera, ya que no es hasta que le arrancan los ojos que puede empezar a ver. La carta del infame hijo bastardo no hace más que confirmar su sospecha. Otra vez la verdad -aún en forma de mentira- de la mano de un tirano. La carta pone en marcha, igual que en la escena con el monarca, el camino que conducirá a Gloucester al saber, que no a la verdad, por la vía del exilio.

Edgar es el hijo por excelencia. La obra nos cuenta su recorrido, guiado en todo momento, por el amor filial. Herido de muerte por el abandono del padre, sólo a través de la locura, hermana del conocimiento y la sabiduría, podrá perdonar al padre, recobrar la cordura, y finalmente, ocupar su lugar. Esa es la secuencia de la asunción de la función paterna: amarlo, perderlo, perdonarlo y ocupar luego su lugar.

En el terreno femenino, ciertamente, la cosa es mucho más compleja. Cordelia es la más amada y lo sabe. También es la que más ama al padre, por eso puede amar a otros hombres, por eso puede decirle la verdad: «mi amor es respeto y obediencia, pero no es todo para ti». Ella es la que tiene su amor. Mueve la primera ficha de la obra para quedar oculta en el exilio, esperando el momento en que sus palabras desvelen la naturaleza de los vínculos familiares. ¡Qué buena es Cordelia!, ¡Que fiel servidora del amor y la verdad! Ella se sacrifica en nombre de la verdad, sin que, por otro lado, le importe nadie. Finalmente tendrá ocasión de poner en práctica el alcance de su amor al padre: morirá en sus brazos, porque no podrá ir más lejos. Cumple con su destino trágico y muere como una reina, auténtica partenaire del padre.

Las hermanas mayores son las brujas malas de los cuentos de hadas. Movidas por el resentimiento de no ser las preferidas del padre, juegan la partida con pasiones más mundanas: la ambición, el poder. No les interesa lo más mínimo la verdad, que siempre las trató con desventaja. Habiéndose retirado el padre, el reino ahora es suyo. El capricho mueve sus acciones y decisiones. Las intrigas, castigos y asesinatos se suceden ante sus presencias impávidas. Pero las dos tienen el mismo talón de Aquiles: bajo sus rostros amargos y sus palabras ariscas se esconden dos princesitas apasionadas que estarían dispuestas a todo por caer ardientes en los brazos de un truhán, que no puede ser otro que un embustero.

Finalmente, el Rey es el que nos lleva de la mano, a lo largo de la obra, por su camino de comprender. El Rey, que, aunque viejo y necio, no va a perder la oportunidad de adquirir algún saber sobre la naturaleza de su ser y de su reino antes de irse a tumba. Primero, es un rey desterrado de la casa de sus propias hijas. Despojado de su ejército, va a formarlo con los locos y vagabundos que encontrará a su paso. Ellos le empezarán a explicar de qué va el mundo. Porque ellos, los locos, los vagabundos, no esperan nada de él. Ciertamente enloquece, pero de nuevo la locura es camino de sabiduría. Enloquece porque la naturaleza de su mundo, el que ha habitado y gobernado durante tantos años, es frágil, está hecha con su pasión de ignorancia. Será entonces cuando, vencido y errante, pueda empezar a ver. Entonces implorará perdón a su hija menor.

De igual modo, el recorrido de Gloucester es paralelo al del rey, puesto que no es en tanto que rey que le suceden todas sus desventuras, sino en tanto que padre. Gloucester padre, está tan ciego como su rey. Su arrogancia, su cálculo y su seguridad le llevarán, en poco tiempo, a la misma posición del rey, al exilio en donde vagabundos y otros seres para la nada, le recordarán su propia mortalidad. 

Víctima de la traición y otras bajas pasiones, le arrancan los ojos, y sólo a partir de ese momento, inicia el tramo de existencia más lúcido de su vida. Finalmente, ciego, puede encontrar su alma al hijo antaño repudiado, convertido en su lazarillo, en su bastón, en su mirada. La vida le obsequia, en el último suspiro, con la ocasión de verlo ante sus huecos ojos. Gloucester muere en paz.

Acompañan a todos estos personajes trágicos una comparsa de seres sin nombre que, sin embargo, hacen que aparezca en escena, la esencia de la dimensión de la verdad, esa que sólo puede ser dicha a medias. Esta maravillosa obra también pone de relieve lo siguiente: que cada cual vive en su mundo, que incluso la riqueza y lo pobreza son condiciones de un mundo hecho a nuestra medida inconsciente. Participan de nuestro mundo los otros, a los que uno necesita y ama, pero eso no siempre es placentero y agradable, puesto que inevitablemente el camino está sembrado de las sorpresas propias que nos aguardan, por tener que abandonar nuestra mediocre omnipotencia.

Irene Domínguez.



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